Un blog para pensar sobre los valores en la vida cotidiana.

Amarás al prójimo como a ti mismo. (Mt,12,31)

Para que marche bien el engranaje de nuestra compleja maquinaria, hace falta una caja de herramientas en la que se encuentran los valores. Entre ellos hay grandes conceptos, esenciales en la condición humana: la libertad, la justicia, la fortaleza, la templanza, la prudencia. Ahí están vigentes desde hace milenios y no creo que el ser humano haya pensado nunca en nada mejor.
Pero hay también valores escondidos. Como valor es todo aquello que se valora, y hoy apreciamos muchas actitudes absurdas, puede ser bonito desentelarañar esos valores pequeños que miran hacia la trascendencia y dan sentido a la vida.
Sobre algunos de ellos quiero reflexionar en este blog porque son ellos los que estarán iluminados desde mi interior el día que me quiera. Y tengo que amar al prójimo como a mí mismo.

lunes, 7 de abril de 2014

¿Dónde están?


 

 

Hace años leí una novela de Manuel Vázquez Montalbán que se llamaba “Los mares del Sur”. En ella, un detective buscaba a una persona fugitiva que no se había escondido sino que había dejado de verse. Un viaje desde los chalets de la zona norte hasta las colmenas de un barrio del sur equivalía a desaparecer como una gota en un océano de vidas.

Centenares de miles, millones de habitantes convertidos en estadísticas. ¿Dónde están las personas en una gran ciudad? ¿Dónde se esconden en esta fotografía que remarca solo el artificio: la arquitectura, la ingeniería, la luz?

Esta mañana he sorteado los cuerpos de tres mendigos dormidos en el suelo - no en un portal ni en un cajero- de la Puerta del Sol de Madrid. ¿Dónde estaban la compasión y el amparo, cualidades que personifican lo humano? ¿Dónde estaba yo, que casi tropiezo con uno de ellos? No me he detenido. ¿En que iba pensando?

Una vez tuve el privilegio de visitar el albergue que la Madre Teresa fundó, a la orilla misma del Manzanares. Me llevó a conocerlo una mujer en la que se personificaban la fe, la esperanza y el amor, y que se aliviaba los dolores de un cáncer allí en el albergue, enjugando las lágrimas de los más pobres. El albergue de la Madre Teresa me impresionó por su despojamiento, por su total y absoluta pobreza. Allí no había nada, por no haber, ni siquiera una pelusa de polvo. Sin embargo, al entrar, uno se daba cuenta de que ese recinto se había impregnado hasta el último átomo del aire con la presencia de Dios. Estaba a rebosar de hijos suyos.

Nunca he olvidado aquella visita. Tan saturados como estamos se nos ha olvidado la profundidad originaria de nuestra vida, la esencia que apunta una y otra vez al ser humano. “Si se olvida el ser esencial y se otorga al hombre la primacía sobre todas las cosas, se termina por ponerlas todas al mismo nivel, también al hombre,” dice Heidegger.

El hombre no es la medida de las cosas sino la medida del amor. La gran ciudad no es la medida del progreso; lo es el respeto a los derechos humanos. Esta urbe que se recrea en su artificio está llena de personas a las que debo mirar, a las que debo amar. La Madre Teresa lo sabía.