Entre todas las especies que pueblan la Tierra,
solamente la humana mantiene una posición erguida y muestra el rostro de
frente. Los científicos afirman que esta particularidad se debe a la necesidad
de comunicación del hombre, a la palabra. El rostro humano está animado, es el espejo de un alma, y por
eso distingue a su dueño, un frágil mamífero bípedo, como imagen del Creador.
Entre todas las maravillas de la naturaleza creo que
no hay ninguna más bella que el rostro humano. El de los niños, cuya mirada limpia
hace renacer cada día la esperanza; el de los jóvenes enamorados, sinónimo de
la belleza; el de las mujeres recién paridas, que acaban de asistir al misterio
de la simultánea condición animal y divina de nuestra especie; el de los
ancianos, que ya lo han visto y lo comprenden todo. El de cualquier persona por
cuyo rostro atraviese una emoción, un recuerdo, una decisión, una alegría, una
pena.
Frente
al individualismo que asola la sociedad absurda que hemos construido, cada
rostro humano frente a nuestro propio rostro nos recuerda que debemos recobrar
el personalismo. Martin Buber lo explica muy bien: No existe otra manera de construir una comunidad en la que se
equilibren justicia y libertad más que basándola en la relación de encuentro
entre personas. Es el diálogo cara a cara, que justifica la posición
erguida del hombre frente a las otras especies. La tolerancia y el respeto deben
fundamentar este encuentro entre personas. Son valores que deben formar parte
de nuestra actitud ante la vida y de la educación de los hijos. Para los
antiguos latinos, vivir era inter homines
ese - estar entre los hombres - y morir era inter homines ese desinere, dejar de estarlo. En eso mismo
seguimos.