En un pequeño
libro extraordinario que se llama Lettres
à un jeune danseur, el famoso coreógrafo Maurice Béjart describe así la
relación de un bailarín con el espejo frente al que trabaja tantas horas cada
día: “Cuando entras en el estudio de danza, el espejo viene hacia ti, se pone a
tu lado, te aspira, te rodea, te devora. Tú eres feliz ante el espejo, crees
que te estás viendo en él. Pero el espejo te miente. La imagen que devuelve de
ti es la más engañosa, la más falaz, la más subjetiva. En el espejo solo ves lo
que quieres ver. Ese que ves en el espejo, no eres tú, nunca eres tú, sino lo
que tú quieres ser.”
Probablemente
eso mismo nos ocurre a los ciudadanos de a pie ante el espejo de nuestro propio
cuarto de baño cada mañana. Y por supuesto, nos ocurre al ver nuestro reflejo
en un escaparate al pasar, o en un charco de lluvia. Frente a cualquier espejo sonreímos,
para levantar a la vez el ánimo y las facciones.
Estos chiquillos
se están mirando también en un espejo. En su caso, de agua sucia en un campo de
refugiados del Congo. Ahí los tenemos, crecidos en el reflejo, con sus brazos
en jarras, bien derechos, dispuestos para afrontar el día, con el cielo azul
brillando sobre sus cabezas como un mensajero del mejor futuro. Ellos también
ven en el espejo a quienes quieren ver, por eso parecen vestidos, alimentados, protegidos.
Por eso no aparecen en el reflejo esos piececillos sucios, calzados con una
sola chancleta, los pies de un niño que tiene hambre y miedo.
Los seres
humanos nos fascinamos ante los espejos y tal vez por eso no terminamos de ser
quienes debiéramos ser. Seguimos viviendo como si amaneciera cada mañana una
sucesión infinita de días; como si no hubiera entre todos nosotros una conexión
universal; como si este campo de refugiados no fuera, sencillamente, el lugar
donde cada uno de nosotros pudo haber nacido; y sin comprender por qué no fue
así. Seguimos sin entender cuánto esfuerzo debemos aportar todos juntos para
que suceda eso de “Venga a nosotros Tu Reino”.