En un bello paraje del inmenso bosque, conocido como el Pantano, todos los animales pequeños –mosquitos, renacuajos, sapos, insectos y aves- están dominados por una especie terrorífica: el gran caimán. Los caimanes son una estirpe interminable de poderosos y magnates que han gobernado el pantano desde el origen de los tiempos. Son los dueños del agua y los recursos, de la tierra y las plantas que crecen sobre ella, dictan las leyes draconianas que deben obedecer todos los animales pequeños y mientras tanto ellos las contravienen a su antojo. Solamente hay algo que no poseen en exclusiva ni racionan a su favor, a pesar de que es el mayor tesoro del pantano. Se trata de la luz del sol.
En sorprendente paradoja, los animales pequeños disfrutan más que el caimán de la luz del sol. A diferencia del poderoso reptil, ellos no tienen el cuerpo cubierto de gruesas escamas, por eso el calor llega más profundamente hasta su pobre piel y sus diminutos huesos, hasta sus élitros o sus plumas de colores. Y de esta manera es como si el Sol mismo dijera: yo estoy con vosotros. Con mi luz y mi calor os llega la libertad.
El caimán ha aprendido a defenderse de la luz del sol. Para ello ha procurado otorgar mayor importancia a lo que él gestiona, compra, vende y administra, y lleva ya un montón de años diciendo a todos que las rocas húmedas o los helechos sin fruto son imprescindibles para la calidad de vida, mucho más importantes que la luz y el calor del sol. Muchos se lo han creído.
Sin embargo, algunos animalillos están empezando a darse cuenta de que el reinado de los caimanes está edificado sobre miedos irracionales, sobre halagos a la vanidad y a los instintos primarios. Comprenden que los caimanes necesitan un pantano adormecido, alienado, ebrio, sin valores, sin proyectos, sin futuro, porque solo así son capaces de mantener su poder incuestionado.
La cálida y ardiente luz del sol, que despierta al espíritu, es una energía mayor que todas las demás. Ya hay algún pequeño mosquito que, a cuenta de ella, ha sido capaz de acercarse hasta el mismo hocico del gran caimán y se ha atrevido a decirle: un insectillo como yo, junto con unos cuantos sapos, renacuajos y aves, y con la luz del sol como horizonte, podríamos cambiar el mundo, señor caimán.
A partir de ahora, todo puede suceder.