Hace
años leí una novela de Manuel Vázquez Montalbán que se llamaba “Los mares del
Sur”. En ella, un detective buscaba a una persona fugitiva que no se había
escondido sino que había dejado de verse. Un viaje desde los chalets de la zona
norte hasta las colmenas de un barrio del sur equivalía a desaparecer como una
gota en un océano de vidas.
Centenares
de miles, millones de habitantes convertidos en estadísticas. ¿Dónde están las
personas en una gran ciudad? ¿Dónde se esconden en esta fotografía que remarca solo
el artificio: la arquitectura, la ingeniería, la luz?
Esta mañana
he sorteado los cuerpos de tres mendigos dormidos en el suelo - no en un portal
ni en un cajero- de la Puerta del Sol de Madrid. ¿Dónde estaban la compasión y
el amparo, cualidades que personifican lo humano? ¿Dónde estaba yo, que casi
tropiezo con uno de ellos? No me he detenido. ¿En que iba pensando?
Una vez tuve el privilegio de visitar el albergue
que la Madre Teresa fundó, a la orilla misma del Manzanares. Me llevó a
conocerlo una mujer en la que se personificaban la fe, la esperanza y el amor,
y que se aliviaba los dolores de un cáncer allí en el albergue, enjugando las
lágrimas de los más pobres. El albergue de la Madre Teresa me impresionó por su
despojamiento, por su total y absoluta pobreza. Allí no había nada, por no
haber, ni siquiera una pelusa de polvo. Sin embargo, al entrar, uno se daba
cuenta de que ese recinto se había impregnado hasta el último átomo del aire
con la presencia de Dios. Estaba a rebosar de hijos suyos.
Nunca he olvidado aquella visita. Tan saturados
como estamos se nos ha olvidado la profundidad originaria de nuestra vida, la
esencia que apunta una y otra vez al ser humano. “Si se olvida el ser esencial
y se otorga al hombre la primacía sobre todas las cosas, se termina por
ponerlas todas al mismo nivel, también al hombre,” dice Heidegger.
El hombre no es la medida de las cosas sino la
medida del amor. La gran ciudad no es la medida del progreso; lo es el respeto
a los derechos humanos. Esta urbe que se recrea en su artificio está llena de
personas a las que debo mirar, a las que debo amar. La Madre Teresa lo sabía.