Uno de mis mejores
recuerdos de infancia son mis abuelas. Eran maravillosas. Mi abuela Pura era
una mujer llena de exquisitez y ternura; mi abuela Carmen, una de esas mujeres
luminosas que ponen en práctica la alegría de vivir.
De ambas recuerdo
bellos consejos relacionados con la gratitud. La abuela Pura me decía siempre:
“de bien nacido es ser agradecido”. A ella le parecía que dar las gracias era
un principio básico del comportamiento y que a lo largo del día había mil ocasiones
para ponerlo en práctica. Lo único que necesitamos, me decía, es ser
conscientes de cuántas pequeñas cosas buenas nos pasan, de cuántas personas nos
facilitan la vida con favores útiles. Y podrían no hacerlo, porque no existe
eso de por tu cara bonita, así que hay que darles las gracias.
Tenía razón. Cada
uno de nuestros días está lleno de pequeñas atenciones que nos dedican otras
personas, y lo hacen porque están atentos
a nosotros, nos distinguen de los demás. El agradecimiento nos ayuda a
ubicarnos como seres finitos que precisan de apoyo. Pero además muestra una
faceta muy bella de la humildad: quien recibe un favor es generoso porque
permite dar a quien quiere dar.
Aunque solo fuera por eso deberíamos dar las gracias.
De mi abuela
Carmen - cuya infancia de huérfana merecería un libro de Dickens - recuerdo la
capacidad de sorprenderse, de reír, de tener curiosidad. Para ella la gratitud
era una cuestión de ganas. Agradecer es mirar bien, a lo que tienes y
no a lo que te falta, me decía. Acostumbrada a ganarse el cariño que no se
le había dado gratis de niña, sabía que muchas de las cosas buenas que nos
pasan no son merecidas ni las ganamos por oposición, y que la tarea de nuestra
voluntad consiste en valorarlas.
Este tipo de
agradecimiento espiritual precisa de
humildad también porque es la actitud opuesta al egocentrismo. Si fuésemos
conscientes de estos favores de la vida para con nosotros, nos quejaríamos
menos, aprenderíamos más, daríamos importancia a lo esencial y no a lo
accesorio.
Lo que hemos
vivido hoy y lo que hubo ayer, los que estuvieron, los que están y los que
estarán, la buena salud o la mala - mientras haya camino que andar- el amor que
nos hace felices, el desamor que nos hace comprensivos, el reto que nos hace
fuertes y el traspiés que nos descubre débiles... Esta amalgama de relaciones y
vivencias nos permite emplear la palabra yo
de una manera propia y diferente a la de cualquier otra persona. Somos únicos.
A poco que nos paremos a pensar, tenemos que estar profundamente agradecidos
por ello. Y luego cada uno que busque en su interior –no solamente con la
razón, sino con el espíritu y el alma- a qué o a quién va a destinar el
agradecimiento.
Yo lo destino a vosotras,
abuelas.