¡Qué poco dormimos, entre unas cosas y otras! A veces el cansancio nos nubla el día y nos pasa como a los niños pequeños, que lloramos –literalmente- de sueño.
Sin embargo, para levantarse de la cama y afrontar lo que venga, lo primero, en el dormitorio y en el alma, es siempre encender la luz.
Cuando estoy en un lugar oscuro y se enciende la luz, empiezo a ver las cosas con claridad, sé dónde estoy, puedo avanzar sin tropezar, desaparecen la inseguridad y el miedo, me encuentro mejor, soy más feliz. La luz evoca el bien porque nos hace bien. Es un estupendo símbolo para definir los valores, que son la brújula de la vida.
A cuenta de la luz, me gustaría abordar la alegría de vivir. No es un valor del que se hable muy frecuentemente y por eso se merece que pensemos un poco sobre él.
Si nos fijamos bien, a las personas dueñas de su tiempo les gusta entregar buena parte de este a los demás. Parece que abren la persiana de su alma para que entre el sol y para que entremos también de paso quienes estamos junto a ellas. Con su despliegue de energía generosa nos dicen: “si quieres dejar de obsesionarte con el ruido del paso del tiempo, sal de tu encierro, comparte el amor... ¡enciende la luz!”.