¡Qué poco dormimos, entre unas cosas y otras! A veces el cansancio nos nubla el día y nos pasa como a los niños pequeños, que lloramos –literalmente- de sueño.
Sin embargo, para levantarse de la cama y afrontar lo que venga, lo primero, en el dormitorio y en el alma, es siempre encender la luz.
Cuando estoy en un lugar oscuro y se enciende la luz, empiezo a ver las cosas con claridad, sé dónde estoy, puedo avanzar sin tropezar, desaparecen la inseguridad y el miedo, me encuentro mejor, soy más feliz. La luz evoca el bien porque nos hace bien. Es un estupendo símbolo para definir los valores, que son la brújula de la vida.
A cuenta de la luz, me gustaría abordar la alegría de vivir. No es un valor del que se hable muy frecuentemente y por eso se merece que pensemos un poco sobre él.
Schopenhauer cuenta la historia de un ermitaño que quería alejarse de todo para encontrar el silencio más absoluto y perfecto. Buscó una cueva escondida en el paraje más alejado del mundanal ruido pero una vez allí se dio cuenta con desesperación de que nunca dejaba de escuchar el chirrido de la rueda del tiempo. Un día, cuando estaba ya a punto de volverse loco, vio venir por un sendero a una pareja de jóvenes enamorados que se iban cantando coplillas el uno al otro. El ermitaño estuvo un buen rato mirándolos pasar y escuchando su canto, y cuando se alejaron cayó en la cuenta de que el canto del amor había hecho callar a la rueda del tiempo.
¡Qué angustioso sería escuchar permanentemente el giro de esa rueda! Sin embargo, eso es lo que pensamos cuando decimos carpe diem. Cometemos una gran injusticia al traducir este aforismo latino porque no significa “vive cada día como si fuera el último”. Eso sería silenciar los sonidos del paisaje humano que nos rodea y dedicarse a escuchar solamente el chirrido de la rueda del tiempo girando hacia la muerte. ¿Cómo podríamos soportar esa agonía? No; carpe diem significa “conviértete en el dueño de tu día”.
Ahí, está la clave de la alegría de vivir. Las personas que la rezuman no afrontan cada día como el último sino como propio. Este valor no significa superficialidad ni atolondramiento sino verdadera comprensión del sentido de nuestra presencia en el mundo.
Si nos fijamos bien, a las personas dueñas de su tiempo les gusta entregar buena parte de este a los demás. Parece que abren la persiana de su alma para que entre el sol y para que entremos también de paso quienes estamos junto a ellas. Con su despliegue de energía generosa nos dicen: “si quieres dejar de obsesionarte con el ruido del paso del tiempo, sal de tu encierro, comparte el amor... ¡enciende la luz!”.
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