Una de las cosas más
bellas que he hecho en la vida ha sido el Camino de Santiago. No lo hice entero
pero sí un tramo suficiente como para sellar la Compostela. Me acompañaban mi familia y unos amigos del alma, con
sus hijos también ¡Qué alegría llegar, ver las torres de la catedral,
comprender por qué se llama así el Monte do Gozo! Pero sobre todo, qué belleza,
qué lección, el camino en sí mismo.
Cada vida humana es como
el Camino de Santiago. El peregrino tiene que ir hacia adelante, paso a paso
cada día, con euforia en los pulmones a veces, y otras con ampollas en los
pies. Lleva compañeros fijos durante mucho tiempo, y ve cómo el camino también
les modifica a ellos. Comparte tramos con gente desconocida que, durante unas
jornadas se convierten en compañeros y luego se alejan. Duerme en albergues
calentitos o al raso, no sabe lo que te espera en la siguiente jornada,
conforme va avanzando, le van importando menos las alharacas y más el andar en
sí mismo. A veces tiene el privilegio de ver cómo los compañeros de camino más
jóvenes, con mejor fuelle, le
adelantan y se pierden de vista, en bella metáfora de la realidad de la
paternidad. Y siempre, siempre, lleva a cuestas una mochila en la que guarda lo
esencial y se arrepiente de haber cargado con lo accesorio.
En la cima del Monte do
Gozo, el peregrino comprende que ha llegado al final, que el camino era una
meta en sí mismo, y el sentido del camino era esa meta.