Lola está enferma de Alzheimer.
Dentro de su cerebro permanecen encerrados los recuerdos de toda una vida, pero
ella ha perdido las llaves y ya no puede abrirles la puerta y traerlos al
presente, como hacemos los demás. A lo mejor por eso pasa tanto tiempo buceando
dentro de sí misma. Tiene que ser muy difícil encontrar llaves en la oscuridad.
Sin embargo, no ha perdido todas
las llaves. Conserva algunas desde las que accede a vivencias muy especiales.
Por ejemplo, yo puedo establecer con ella este curioso diálogo:
Yo: Cuando salí de mi tierra…
Lola: …volví la cara llorando…
Yo: …porque lo que más quería…
Lola: …atrás me lo iba dejando.
Este diálogo tiene música. Habrá
quien lo haya reconocido. ¡Es el estribillo de la canción “El emigrante”, de
Juanito Valderrama! Lola, que ya no reconoce a sus nietos, reconoce aún las
canciones que le tocaron el corazón. Cuando ha perdido ya tantas cosas, conserva
viva la música.
Y es que la música es un misterio
maravilloso, un capítulo aparte entre las artes. Ejerce un influjo tan poderoso
sobre el alma, maneja nuestras emociones de tal manera que podría compararse,
como dice el filósofo Schopenhauer, con una lengua universal, más elocuente,
más clara y más profunda que todas las demás lenguas de la Tierra. Porque una
melodía dice lo que ella quiere al corazón de los hombres. Y todos sin
excepción comprenden la tristeza de un fado, la melancolía de un vals de
Chopin, la solemnidad de una marcha, la alegría de una rumba o la felicidad
pura de la Danza Húngara que seguramente está tocando este buen hombre sobre un
puente de Paris.
Para mí, el momento genial del
día es pasear con Lola cantando “El emigrante”. Parecemos dos locas pero en ese
momento somos felicísimas.
Lola es mi madre.
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