Ante este milagro de la primavera que
nos circunda, pienso en un valor profundamente cristiano que merecería la pena
rescatar para todos. Podría definirse como el silencio ante la naturaleza.
Vamos tan aturdidos que estamos perdiendo poco a poco esta reverencia de contemplar
algo sin hablar de ello ni gritarlo, sin fotografiarlo ni retransmitirlo en
directo a través de las redes sociales. Esa capacidad de estar un buen rato
sobrecogido y solo, a la vez boquiabierto y a
corazón abierto, ante la naturaleza.
El silencio ante la naturaleza es un
valor que nos permite olvidar el dónde y el cuándo, el por qué y el para qué -
nuestros tiranos - y dedicarnos aunque sea durante un momento a lo que es. Quien concentra toda la
fuerza de su espíritu en una visión intuitiva - sin cuestiones ni razones - y
llega a absorberse en ella, a vaciar su mente de ruido y escuchar solamente el
silencio vivo, intenso, de la naturaleza, puede volar desde el lugar concreto
en el que se encuentre hasta la idea eterna del universo, del que nosotros
somos una parte vanidosa, consciente, poderosa, pero pequeña.
Si nos damos cuenta, un bosque es un
ser vivo y complejo, único en sí mismo pero compuesto por una miríada de
organismos que nacen y mueren. Todos los árboles del bosque respiran juntos
como un solo árbol, juntos se mecen al viento y dan una sombra densa, pero cada
uno de ellos y el suelo del que brotan esconde mil tesoros de vida individual.
Así es también, a escala gigantesca, el mar. Y a escala diminuta, así es
nuestro cuerpo. Por eso la contemplación de la naturaleza se vuelve respeto
ante la Creación, en la intuición de que nosotros también formamos parte de las
criaturas, y de que todos los seres vivos, de alguna manera, son nuestros
hermanos también, como decía San Francisco.
Quienes aman profundamente la
naturaleza conocen el silencio y dejan hablar a su vida interior.
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