Un blog para pensar sobre los valores en la vida cotidiana.

Amarás al prójimo como a ti mismo. (Mt,12,31)

Para que marche bien el engranaje de nuestra compleja maquinaria, hace falta una caja de herramientas en la que se encuentran los valores. Entre ellos hay grandes conceptos, esenciales en la condición humana: la libertad, la justicia, la fortaleza, la templanza, la prudencia. Ahí están vigentes desde hace milenios y no creo que el ser humano haya pensado nunca en nada mejor.
Pero hay también valores escondidos. Como valor es todo aquello que se valora, y hoy apreciamos muchas actitudes absurdas, puede ser bonito desentelarañar esos valores pequeños que miran hacia la trascendencia y dan sentido a la vida.
Sobre algunos de ellos quiero reflexionar en este blog porque son ellos los que estarán iluminados desde mi interior el día que me quiera. Y tengo que amar al prójimo como a mí mismo.

lunes, 30 de enero de 2012

Perdonar I



Una persona querida para mí ha tenido que pasar una temporada en Lituania, a orillas del Mar Báltico. Es un lugar de inviernos casi eternos donde el primer mes del año se llama Enero el Terrible. Desde allí me ha escrito unas palabras que, como siempre, me han hecho pensar. Dice:

Ya en esta tierra de frío inquebrantable, profundo, aterrador. El frío aquí tiene una vida propia, una forma de ser desconocida para nosotros, es como si existiese también en otro idioma y con otras claves. Realmente uno no se puede imaginar la adaptación a esto. Un frío intenso, total, que lo llena todo. Aquí no se puede decir ¡qué frío! Nos miramos y nos quedamos sin lenguaje que lo defina.

Me ha impresionado mucho esta descripción del frío como si fuera un sentimiento y no una sensación.

Me he dado cuenta de que este frío inquebrantable se parece a una clase de dolor. Y es que hay algunos dolores en la vida tan intensos y profundos, tan totales, que no se puede hablar de ellos. Son los que nos causan las personas que amamos: un miembro de la pareja al otro, los hijos a los padres, los padres a los hijos... Algunas veces uno tiene que alejarse de alguien a quien ama para seguir viviendo. Dice Cioran que los acontecimientos más importantes de la vida son las rupturas, y que ellas son también lo último que se borra de nuestra memoria.

Cuando una persona siente esta clase de dolor le pasa como a mi amigo con el frío polar, que no se imagina cómo terminará adaptándose a él. Sin embargo, en el fondo del alma, muy escondida, alienta desde el principio una certeza: para sobrevivir habrá que perdonar.
Hannah Arendt dice que la única posibilidad de dar marcha atrás en el irreversible daño que nos causamos unos a otros es la facultad de perdonar.

El perdón profundo – el que absuelve un dolor inefable- es un valor impreso en lo más hondo del ser humano. Pero las heridas no se cierran sólo con la voluntad.

¿Qué hay que hacer para perdonar?

martes, 24 de enero de 2012

Aceptar el dolor. Zumo de naranja.



Hace poco, en un reportaje del telediario, una muchacha joven y guapa decía ante la cámara: “¿Tú sabes lo que disfruto yo ahora de un sencillo zumo de naranja? ¡Doy gracias al cáncer por enseñarme a vivir!”. 
 

Esta muchacha respondía valientemente - desde el corazón, que es el sitio donde mejor viven la esperanza y sus paradojas - a una pregunta difícil: ¿puede vivir con agradecimiento alguien maltratado por el dolor? La respuesta más razonable es no. Sin embargo, conozco a personas que han sabido encontrar el sentido de un dolor inhumano, no se han dejado abatir y aprecian el tesoro de vivir conscientemente; recuerdo historias increíbles de superación y esperanza; me han hablado de la alegría que se encuentra a veces en medio de la desolación en los países más pobres... Existe en el corazón del hombre la capacidad de superar el dolor, y la de trascenderlo, y la de aprender de él porque contamos con una imperiosa voluntad de vivir.



Esta cualidad está documentada y los psicólogos la denominan resiliencia. Es un término tomado de la física y alude a los materiales que son capaces de recuperar su forma original después de una gran presión, y pueden doblarse sin romperse. Así que una persona responderá al dolor de manera propia y variable en cada momento de la vida, en la medida de sus fuerzas.  Y tal vez la desesperación de años pueda considerarse como un hito de aprendizaje en quien haga un recuento sereno de sus vivencias. 

 Aceptar el dolor no es rendirse, no impide luchar. Supone, sencillamente, reconocer que nuestra pequeña biografía se encuentra en las manos de Dios. Y que ese es un lugar seguro.

viernes, 20 de enero de 2012

Tres personas. La gratitud.


Una de estas mañanas de invierno, la más clara y fría de este año, iba caminando Castellana abajo y me sorprendía que el aire de Madrid pudiera ser aquel día tan fresco y limpio, tan digno de esas montañas que tenemos ahí cerca. Al poco rato me di cuenta de que iba salmodiando “qué admirable es Tu nombre en toda la Tierra”. Por eso quisiera hablar de la gratitud.

Los salmos hablan con palabras eternas. También gracias es una palabra eterna, así que voy a empezar agradeciendo la presencia en mi vida de las tres personas que inspiran este escrito.

Las dos primeras son mis abuelas. Mi abuela Pura era una mujer llena de exquisitez y ternura, una gran dama; mi abuela Carmen, una mujer luminosa llena de alegría de vivir.

De ambas recuerdo bellos consejos relacionados con la gratitud. La abuela Pura me decía siempre: “de bien nacido es ser agradecido”. A ella le parecía que dar las gracias era un principio básico del comportamiento y que a lo largo del día había mil ocasiones para ponerlo en práctica. "Lo único que necesitamos - me decía - es ser conscientes de cuántas pequeñas cosas buenas nos pasan, de cuántas personas nos facilitan la vida con favores útiles. Y podrían no hacerlo, así que hay que darles las gracias."

Tenía razón. Cada uno de nuestros días está lleno de pequeñas atenciones que nos dedican otras personas, y lo hacen porque están atentos a nosotros. El agradecimiento en este primer nivel nos ayuda a ubicarnos como seres finitos que precisan de apoyo. Pero además muestra una faceta muy bella de la humildad: quien recibe un favor es generoso porque permite dar a quien quiere dar. Tener la humildad de recibir favores humaniza mucho. Aunque solo fuera por eso deberíamos dar las gracias.

De mi abuela Carmen recuerdo la capacidad de sorprenderse y la curiosidad. "Agradecer es mirar bien, a lo que tienes y no a lo que te falta", me decía. Ella sabía que muchas de las cosas buenas que nos pasan no son merecidas ni las ganamos por oposición, y que la tarea de nuestra voluntad consiste en valorarlas.

Este tipo de agradecimiento espiritual precisa de humildad porque es la actitud opuesta al egocentrismo. Si fuésemos conscientes de estos favores de la vida para con nosotros, nos quejaríamos menos, aprenderíamos más, daríamos importancia a lo esencial y no a lo accesorio.

Lo que hemos vivido hoy y lo que hubo ayer, los que estuvieron, los que están y los que estarán, la buena salud o la mala - mientras haya camino que andar- el amor que nos hace felices, el desamor que nos hace comprensivos, el reto que nos hace fuertes y el traspiés que nos descubre débiles... Esta amalgama de relaciones y vivencias nos permite emplear la palabra yo de una manera propia y diferente a la de cualquier otra persona. Somos únicos. A poco que nos paremos a pensar, tenemos que estar profundamente agradecidos por ello.

La tercera persona es Carmelo Gómez, el gran actor. Hace unos años, en una entrevista para mi libro Contigo aprend, me dijo: “por haber nacido solo tenemos obligaciones; los derechos nos los otorga alguien porque nos quiere.”

Aquí está la premisa básica para un tercer tipo de agradecimiento, el que podríamos denominar social.

Vivimos en una sociedad de los derechos que, a pesar de sus facilidades, está llena de contradicciones y tiene mucho que explicar a los millones de personas que viven en su periferia. La mejor manera de corresponder a nuestros privilegios es trabajar por la justicia. Por eso es tan adecuado el mensaje que nos invita a recuperar las obligaciones, la ob-ligatio, esa vinculación con los demás desde la misma hora de nuestro nacimiento.
Por los derechos que nos otorga esta sociedad en que hemos tenido la suerte de nacer, y por las obligaciones y deberes que nos vinculan a los demás convirtiendo nuestra vida en profundamente humana, muchas gracias también.

A quien corresponda.

miércoles, 18 de enero de 2012

Una estatuilla sin boca y un vaso de agua.


Decía el sabio chino Chuang-Tzú (siglo IV a. C.) que los hombres verdaderos de los tiempos antiguos dormían profundamente, sin soñar.
Inmersos en la naturaleza y en el misterio de la vida, no tenían necesidad de explicarse a sí mismos. Por eso las estatuillas que pintaban o esculpían en el barro no tenían boca, como atestiguan los hallazgos arqueológicos. ¿Para qué si del misterio que les envolvía no se podía hablar?

Después de siglos de cambio de perspectiva del ser humano frente al mundo y la naturaleza, los hombres modernos hemos desplazado al misterio del centro de nuestras vidas y lo hemos sustituido por un trono desde el que gobierna la razón.  Y por supuesto, necesitamos una boca bien grande porque la razón lo explica todo.

¿Todo? Escribe Heidegger que la esencia del hombre no se puede expresar a partir de una perspectiva biológica a la que se añade un elemento trascendente, porque el hombre no es un animal con un plus metafísico. Cada persona está inmersa en la tensión de su entorno: puede elegir, intervenir, comprender, desear, amar, soñar, reír, imaginar, llorar, establecer un diálogo amistoso, entrar en su interior, nombrarse, definirse... Y esto es mucho más que ser animal racional, la vieja definición limitada solo al instinto y la inteligencia. 

Así que frente al misterio de nuestro nacimiento, del amor, de la muerte, de la moral o de la fe en Dios, en su sentido más profundo, el hombre sigue sin palabras.

Por eso me parece que al final tener fe va a ser algo tan natural como tener sed. Cuando bebo un vaso de agua, un científico me puede explicar que lo hago porque el cuerpo me envía señales de deshidratación. Lo curioso es que yo estoy ahora mismo, mientras escribo, muerta de sed pero no voy a por el vaso de agua porque estoy tan concentrada en este párrafo que no encuentro el momento de acercarme a beber. 

El ser humano puede aguantar la sed con un esfuerzo de su voluntad, aunque tenga un límite, o puede beber mucho sin sed, y en ambas actitudes entran componentes que no son solo racionales. Y si en una necesidad vital tan elemental hay muchas cosas inexplicables, ¿por qué debo cuestionar con mi limitada razón las necesidades de índole espiritual

Tengo sed y bebo; noto brotar en mi alma el impulso de la oración y rezo; el mundo me cuestiona y pienso. ¿Tenemos que encerrar nuestras facetas en una colección de cajitas etiquetadas? Somos un todo. Nos moriríamos sin beber, pero algo de nosotros moriría también si renunciáramos a rezar y a pensar.

Agradezco la presencia de este misterio que me envuelve y ya me voy a beber un vaso de agua.



martes, 10 de enero de 2012

Miga de pan



Me han contado la historia de un buen hombre convencido de que si reproducía el David de Miguel Ángel en una bolita de miga de pan y la colocaba sobre el pedestal de la estatua, nadie notaría el cambio.

Es absurdo, ¿verdad? Pues miren esto otro:

 Nadie que sea religioso acude a la filosofía; no la necesita. Nadie que filosofe de verdad es religioso, pues camina sin necesidad de agarraderas, peligrosamente pero en libertad. Así que sé religioso y reza o sé filósofo y piensa, pero sé solo una de las dos cosas según tu naturaleza y tu cultura. 

¡Esto lo dice nada menos que Schopenhauer!  Esta pretensión de que es posible caminar sin agarraderas, ¿no se parece a la de esculpir el David en una bolita de pan? Yo creo que sí y por eso estoy tratando de encontrar una palabra que seguramente no existe para definir el valor de la “humildad ante el misterio”. 

Todos nosotros somos una amalgama compleja. Capaces del bien, del Arte, de la Ciencia, de la Filosofía, pero también del mal y de la injusticia; inmersos en nuestro nivel racional e intelectual y en la profundidad de nuestros sentimientos y deseos; cuestionados por un misterio que nos envuelve desde el origen y nos iguala en el final, los seres humanos no podemos caminar sin algunas agarraderas. Ya nos gustaría. 

La inteligencia humana se engrandece cuando reconoce sus limitaciones. ¿Cuántas explicaciones sobre el origen del universo han pasado de largo antes de que Stephen Hawking, este pasado verano, haya dado con la prueba definitiva de la inexistencia de Dios? Pues bien, falta media hora para que otro gran científico la refute. Y esto no puede detener el avance de la ciencia, sólo debe situarla en su verdadera dimensión que es irremediablemente humana.

Existe el misterio de lo desconocido, que excita la curiosidad insaciable de nuestra mente para bien de todos, y existe el misterio de lo incognoscible, un umbral que, sencillamente, no se puede atravesar. Si uno cree en la vida eterna, acepta humildemente un misterio que no va a poder explicar; si no cree, lo acepta también puesto que la incógnita sobre lo que pasa después de la muerte es irresoluble.

Quién se engaña con la omnipotencia de la razón puede terminar asido a las agarraderas de la superstición, a cuenta de negar las del misterio. Podemos pensar, filosofar, para conocer mejor nuestra esencia y nuestro entorno, para intervenir en la mejora del mundo, para desarraigar la banalidad del mal. Podemos rezar en señal de humilde aceptación del misterio de la vida y de la muerte, en reconocimiento de grandeza de Dios y la limitación de nuestras fuerzas.




martes, 3 de enero de 2012

ROMEO O LA VOLUNTAD DEL BIEN


En la Edad Media, los peregrinos que iban a Roma se denominaban a sí mismos Romeos, romeros. La imagen de una romería por caminos polvorientos es una estupenda metáfora de la vida y tiene una connotación alegre porque implica la presencia de los demás. Sin embargo, qué dura es a veces nuestra romería.

Pienso, por inevitable asociación de ideas, en la Julieta de Shakespeare y su bella invocación: “Romeo, sólo tu nombre es mi enemigo” y me pregunto: a ti, romería de mi vida que me traerás todavía tantas lágrimas,¿te consideraré alguna vez enemigo? ¿Es la vida enemiga de tantos seres humanos que están gimiendo y llorando en este valle de lágrimas? Y por otro lado, ¿no jugamos también nosotros a ser enemigos de la vida? ¿No somos en buena medida fabricantes del dolor del mundo?

El problema del mal es la bestia negra de la teología, la ciencia y la filosofía, un enigma que la limitación del intelecto humano no ha podido resolver. Si ya son incomprensibles las catástrofes de la naturaleza, las enfermedades y los designios de la muerte, qué decir de nuestra aportación al mal: Haití, Ruanda, Auschwitz, la esclavitud, las epidemias, el hambre, los refugiados, las guerras... ¡Las guerras! ¿Estaremos hechos – como pensó el mismo Shakespeare- por un dios cruel que nos creó a su imagen y semejanza?


Hannah Arendt, la gran filósofa judeo-alemana, se acercó a un aspecto muy incómodo de la maldad humana cuando, estudiando el comportamiento de los guardianes de los campos de concentración, que no eran ideólogos del nazismo sino trabajadores, se dio cuenta de que detrás de cada botón apretado para poner en funcionamiento las cámaras de gas estaba un ser humano que no sabía lo que hacía, que no pensaba en las consecuencias de sus actos y actuaba desde la superficialidad más absoluta. A partir de este pavoroso descubrimiento, expuso su teoría sobre la banalidad del mal: no podemos considerar la maldad solamente como un designio de inteligencias poderosas ni como una manifestación patológica; la mayor parte de las veces es producto de la irreflexión, del atolondramiento, de la falta de profundidad de los seres humanos. No saben lo que hacen, dijo ya Alguien bastante observador hace más de dos mil años.

Frente al mal puede encontrarse, sin embargo, un germen de esperanza, un valor sobre el que encender la luz: la voluntad del bien.  Si en nuestro interior está el abandono que conduce al mal, está también la decisión consciente que conduce al bien. Si la irreflexión – la incapacidad de escucharse pensar -  nos hace malos, la atención a lo que nos dice el alma puede hacernos más buenos. 

Creo sinceramente en la voluntad del bien. Creo que en el interior de cada ser humano vive el germen de una conciencia elevada y que cuando uno es capaz de despojarse de las interferencias externas y escuchar de verdad su voz interior, encuentra ahí el bien. Estamos hechos a imagen y semejanza de un Dios bueno, pero nos tenemos que ganar el parecido desde la consciencia de nuestra libertad, en el resultado de nuestra acción.

Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo, decimos. Conocer cuál es la voluntad de Dios en el cielo no está al alcance de nuestras fuerzas, pero en lo que concierne a la tierra, la voluntad de Dios – que es voluntad de bien- está en el fondo de nuestra propia intuición.

La voluntad de bien es un estado moral de escucha y alerta, un entrenamiento para respetar la pureza de nuestras intuiciones más profundas y emplearlas en la toma de decisiones, pero hay que hacerla brotar, como la música de un instrumento.

Esta romería de nuestra vida no es para andarla a las malas de manera banal, sino para mirarla con los ojos bien abiertos, tomando las decisiones que puedan llenarla de sentido. Si somos capaces de poner en práctica la voluntad de bien, saborearemos mejor algunas bellezas del camino que todos enunciamos como objetivos personales, por ejemplo el amor.

Romeros de la vida, Romeos.