En la Edad Media, los peregrinos que iban a Roma se denominaban a sí mismos Romeos, romeros. La imagen de una romería por caminos polvorientos es una estupenda metáfora de la vida y tiene una connotación alegre porque implica la presencia de los demás. Sin embargo, qué dura es a veces nuestra romería.
Pienso, por inevitable asociación de ideas, en la Julieta de Shakespeare y su bella invocación: “Romeo, sólo tu nombre es mi enemigo” y me pregunto: a ti, romería de mi vida que me traerás todavía tantas lágrimas,¿te consideraré alguna vez enemigo? ¿Es la vida enemiga de tantos seres humanos que están gimiendo y llorando en este valle de lágrimas? Y por otro lado, ¿no jugamos también nosotros a ser enemigos de la vida? ¿No somos en buena medida fabricantes del dolor del mundo?
El problema del mal es la bestia negra de la teología, la ciencia y la filosofía, un enigma que la limitación del intelecto humano no ha podido resolver. Si ya son incomprensibles las catástrofes de la naturaleza, las enfermedades y los designios de la muerte, qué decir de nuestra aportación al mal: Haití, Ruanda, Auschwitz, la esclavitud, las epidemias, el hambre, los refugiados, las guerras... ¡Las guerras! ¿Estaremos hechos – como pensó el mismo Shakespeare- por un dios cruel que nos creó a su imagen y semejanza?
Hannah Arendt, la gran filósofa judeo-alemana, se acercó a un aspecto muy incómodo de la maldad humana cuando, estudiando el comportamiento de los guardianes de los campos de concentración, que no eran ideólogos del nazismo sino trabajadores, se dio cuenta de que detrás de cada botón apretado para poner en funcionamiento las cámaras de gas estaba un ser humano que no sabía lo que hacía, que no pensaba en las consecuencias de sus actos y actuaba desde la superficialidad más absoluta. A partir de este pavoroso descubrimiento, expuso su teoría sobre la banalidad del mal: no podemos considerar la maldad solamente como un designio de inteligencias poderosas ni como una manifestación patológica; la mayor parte de las veces es producto de la irreflexión, del atolondramiento, de la falta de profundidad de los seres humanos. No saben lo que hacen, dijo ya Alguien bastante observador hace más de dos mil años.
Frente al mal puede encontrarse, sin embargo, un germen de esperanza, un valor sobre el que encender la luz: la voluntad del bien. Si en nuestro interior está el abandono que conduce al mal, está también la decisión consciente que conduce al bien. Si la irreflexión – la incapacidad de escucharse pensar - nos hace malos, la atención a lo que nos dice el alma puede hacernos más buenos.
Creo sinceramente en la voluntad del bien. Creo que en el interior de cada ser humano vive el germen de una conciencia elevada y que cuando uno es capaz de despojarse de las interferencias externas y escuchar de verdad su voz interior, encuentra ahí el bien. Estamos hechos a imagen y semejanza de un Dios bueno, pero nos tenemos que ganar el parecido desde la consciencia de nuestra libertad, en el resultado de nuestra acción.
Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo, decimos. Conocer cuál es la voluntad de Dios en el cielo no está al alcance de nuestras fuerzas, pero en lo que concierne a la tierra, la voluntad de Dios – que es voluntad de bien- está en el fondo de nuestra propia intuición.
La voluntad de bien es un estado moral de escucha y alerta, un entrenamiento para respetar la pureza de nuestras intuiciones más profundas y emplearlas en la toma de decisiones, pero hay que hacerla brotar, como la música de un instrumento.
Esta romería de nuestra vida no es para andarla a las malas de manera banal, sino para mirarla con los ojos bien abiertos, tomando las decisiones que puedan llenarla de sentido. Si somos capaces de poner en práctica la voluntad de bien, saborearemos mejor algunas bellezas del camino que todos enunciamos como objetivos personales, por ejemplo el amor.
Romeros de la vida, Romeos.