Una persona querida para mí ha tenido que pasar una temporada en Lituania, a orillas del Mar Báltico. Es un lugar de inviernos casi eternos donde el primer mes del año se llama Enero el Terrible. Desde allí me ha escrito unas palabras que, como siempre, me han hecho pensar. Dice:
Ya en esta tierra de frío inquebrantable, profundo, aterrador. El frío aquí tiene una vida propia, una forma de ser desconocida para nosotros, es como si existiese también en otro idioma y con otras claves. Realmente uno no se puede imaginar la adaptación a esto. Un frío intenso, total, que lo llena todo. Aquí no se puede decir ¡qué frío! Nos miramos y nos quedamos sin lenguaje que lo defina.
Me ha impresionado mucho esta descripción del frío como si fuera un sentimiento y no una sensación.
Me he dado cuenta de que este frío inquebrantable se parece a una clase de dolor. Y es que hay algunos dolores en la vida tan intensos y profundos, tan totales, que no se puede hablar de ellos. Son los que nos causan las personas que amamos: un miembro de la pareja al otro, los hijos a los padres, los padres a los hijos... Algunas veces uno tiene que alejarse de alguien a quien ama para seguir viviendo. Dice Cioran que los acontecimientos más importantes de la vida son las rupturas, y que ellas son también lo último que se borra de nuestra memoria.
Cuando una persona siente esta clase de dolor le pasa como a mi amigo con el frío polar, que no se imagina cómo terminará adaptándose a él. Sin embargo, en el fondo del alma, muy escondida, alienta desde el principio una certeza: para sobrevivir habrá que perdonar.
Hannah Arendt dice que la única posibilidad de dar marcha atrás en el irreversible daño que nos causamos unos a otros es la facultad de perdonar.
El perdón profundo – el que absuelve un dolor inefable- es un valor impreso en lo más hondo del ser humano. Pero las heridas no se cierran sólo con la voluntad.
¿Qué hay que hacer para perdonar?
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