Un blog para pensar sobre los valores en la vida cotidiana.
Amarás al prójimo como a ti mismo. (Mt,12,31)
Para que marche bien el engranaje de nuestra compleja maquinaria, hace falta una caja de herramientas en la que se encuentran los valores. Entre ellos hay grandes conceptos, esenciales en la condición humana: la libertad, la justicia, la fortaleza, la templanza, la prudencia. Ahí están vigentes desde hace milenios y no creo que el ser humano haya pensado nunca en nada mejor. Pero hay también valores escondidos. Como valor es todo aquello que se valora, y hoy apreciamos muchas actitudes absurdas, puede ser bonito desentelarañar esos valores pequeños que miran hacia la trascendencia y dan sentido a la vida. Sobre algunos de ellos quiero reflexionar en este blog porque son ellos los que estarán iluminados desde mi interior el día que me quiera. Y tengo que amar al prójimo como a mí mismo.
Vivimos rodeados de las pequeñas cosas cotidianas, de las herramientas corrientes, esos objetos que todos usamos a diario y en los que no nos fijamos porque cumplen tan perfectamente la función para la que fueron diseñados que se han hecho invisibles. Sin embargo ellas son las mejores manifestaciones de la dignidad y la capacidad de la especie humana, e incluso sirven como motor de confianza en la pervivencia de la humanidad. Y esto es así porque están hechas por la gente corriente, por artesanos anónimos y no por los grandes inventores cuyos hallazgos les han permitido pasar a la Historia.
¿Cómo eran los hombres que fabricaron por primera vez una cuchara, un lapicero, un pincel, un picaporte, una llave, un dado, un biberón o unas tijeras? ¿Y los que encuadernaron por primera vez un libro, que se coge con la mano y contiene el mundo entero? ¿Y quienes inventaron las cerillas o los globos de colores? ¡Son inmejorables! He leído que hay pocos prodigios de la invención humana similares a una escalera, porque es una forma que no existe en la naturaleza sino que brota de la esencia creativa del hombre.
La vida está llena de estos pequeños utensilios que empleamos a diario sin darles valor alguno, como si fueran naturales. Pero son muestras de la capacidad del ser humano para resolver problemas complejos, manifestaciones de la inteligencia verdadera, que no es la acumulación de conocimientos - hoy los tiene un ordenador - sino la intuición.
Cuando parece que nos vamos a sumergir en una crisis irrecuperable y solamente se nos ocurren presagios oscuros con respecto a nuestro futuro, a lo mejor merece la pena volver a agradecer a quienes nos precedieron su capacidad de hacer cosas pequeñas.
Me gustaría valorarlas más, acariciarlas, mirarlas, agradecer su disponibilidad para mejorar mi vida y la de todos. Y a lo mejor ser capaz de llegar, desde ellas, a una visión más auténtica de las relaciones humanas, de la distribución del tiempo.
Estoy hablando de vivir más despacio, pararse para admirar el brillo del filo de unas tijeras, para acariciar una mesa de madera pulida, para saborear un tomate. Y de paso, por qué no, pararse para pensar, para mirar a los ojos de la pareja, para educar a un niño…
Hace años, uno de mis hijos, aún pequeño, me dijo: mamá, ¿por qué tú nunca paseas? Yo me quedé asombrada: ¡Pero si voy andando a todas partes, hijo!
Sí - me contestó muy reflexivo - vas a los sitios, siempre estás yendo a sitios pero, ¿cuándo paseas?
Nuestro tiempo es incansable en hacer que cada mínima cosa lo signifique todo. Valga este diagnóstico de Sören Kierkegaard sobre la sociedad europea de 1844 como predicción de la nuestra.
A diario nos machacan miles de cosas mínimas desde los titulares de los periódicos y las cabeceras de los telediarios. Y cuando las vemos ahí colocadas es difícil darse cuenta de que no significan nada. Hay tantas ocasiones en que otorgamos protagonismo a situaciones absurdas que podríamos llamar a mucha de la información que recibimos sobre lo que pasa en el mundo “el maximalismo de lo mínimo”. Es un libertinaje informativo que se ha disfrazado como libertad de expresión y no tiene nada que ver con ella. Nos hace mucho daño pero, bueno, ahí está cada día, impertérrito, consciente de que toleramos su presencia.
Para mí una de las peores manifestaciones de esta tendencia es la difusión impúdica de la intimidad, que se produce unas veces de manera voluntaria – pagada incluso- y en otras sin conocimiento ni autorización de la persona a la que se va a poner en una picota.
Estoy segura de que recuerdan la noticia de un famoso diseñador de moda, un semidiós contemporáneo, que el año pasado fue condenado a prisión y despedido fulminantemente de la gran firma para la que trabajaba porque, bebido y solo en un bar, hizo una declaración filonazi e insultó gravemente a unas personas que estaban allí, las mismas que lo filmaron con su cámara de móvil. Su imagen de alcohólico solitario que dice burradas, repetida millones de veces en las pantallas de todo el mundo, lo condenó al ostracismo en esta sociedad hipócrita que rellena las arcas con los impuestos del alcohol y margina a los borrachos.
A mí me impresionó profundamente esta historia. No porque me parecieran justas las declaraciones de aquel diseñador, que eran vergonzosas, sino por la agresión brutal a la intimidad que suponen esas filmaciones de cámara oculta. Mucho más grave que un exabrupto verbal, por repugnante que sea, me parece la posibilidad – aplaudida y jaleada- de que cualquier desconocido, con un teléfono móvil, pueda convertirte en protagonista del noticiario porque te caíste en una boda, porque estornudaste en un concierto o porque eres un pobre hombre – famoso y millonario- que tiene que ir al bar de su barrio a beber hasta perder la conciencia de sí mismo. Los propios gobernantes animan hoy a la delación, a la filmación del vecino. Es como si nos hubiéramos dado la vuelta y lleváramos las entrañas al aire y la piel por dentro, sin sitio para el decoro, ni para el respeto, ni para la vergüenza.
Kierkegaard lo explica mucho mejor que yo: Un arroyo que corre suena graciosamente, pero una suma de criaturas racionales que se convierte en un murmullo sin fin y sin sentido es algo cómico.
Me da mucho miedo que nos estemos convirtiendo en un murmullo sin fin y sin sentido, frívolo y chismoso, cómico a fuerza de no querer reconocer lo trágico de esta situación.
¿Qué significa hoy lo privado? ¿Qué es la intimidad? Pues es nuestro paisaje interior, el territorio nunca completamente explorado en el que tienen lugar las mejores creaciones y funciones de lo humano: el amor, la amistad, nuestro cuerpo y sus requerimientos, la imaginación y la apertura a lo moral y a lo sagrado.
En ese lugar privado de cada una de nuestras vidas está el trono de la libertad. La libertad verdadera, claro, que no es la de hacer lo que a uno le dé la gana sino la de darse cuenta de que somos libres y tenemos que pasar toda la vida tomando decisiones. Ahí está el gran error de la sociedad contemporánea: no es más libre el vocero de su intimidad y de la de los otros sino, por el contrario, quien más las preserva. La libertad de expresión no estriba en contarlo todo sino en ser dueño de lo que uno cuenta. Y por supuesto no es mejor ciudadano el que va, móvil en ristre, buscando infractores de los usos sociales, sino quien relaciona su propia libertad con el respeto profundo y la compasión por los demás.
¿Qué va a ser de nosotros? ¿Hacia dónde va este mundo loco? El telediario me desgrana sin pausa la crisis económica, el desplome de las bolsas, la pérdida de confianza en las soluciones políticas, el calentamiento global y el satélite descontrolado que caerá esta madrugada y nadie sabe dónde.
Camino por la ciudad y un ramo de flores en una plaza me recuerda el luto del terrorismo. Me encuentro con personas que vivían tranquilas hasta que encontraron en una curva del camino la violencia callejera, la delincuencia, el paro o el alcoholismo. Madres que lloran me cuentan los estragos del consumo desenfrenado en la vida de sus hijos, los problemas de la educación, el maltrato en las familias. Las hojas del calendario al pasar me anuncian los problemas de salud de mis seres queridos y los míos propios, la vejez y la muerte. Y por la noche me despierta la preocupación por el futuro de los jóvenes, sobre todo de esos dos muchachos que dan sentido a mi vida.
Voy y vengo sin parar. Aconsejo a muchos padres que me preguntan sobre la educación de sus hijos y luego vuelvo a casa corriendo a ver a los míos, que se han calentado ellos solos la comida en el microondas. Hay tantas cosas que puedo hacer y no hago; tantas cosas que no puedo hacer. Las palabras que más empleo son: rápido, venga, corre, dale, más, aquí, ahora, voy, sí, ya.
De repente, el remolino ha dejado de girar. Suena la voz de Jessye Norman que, sin acompañamiento musical, solamente con su canto prodigioso, desde el alma, desgrana la letra centenaria del más antiguo y hermoso de los espirituales negros, Amazing Grace, Sorprendente Gracia.
El canto dice:
Sorprendente Gracia, qué dulce tu sonido
Que ha salvado a un triste como yo.
Estaba perdido y me he encontrado.
Estaba ciego y ahora veo.
La Gracia tocó mi corazón para que temiera a Dios
Y la Gracia alivió mis miedos.
Qué regalo fue que apareciera en mí esta Gracia
En la hora en que creí por primera vez.
Mientras me llega la voz eterna de aquellos esclavos que nunca dejaron de confiar, recuerdo algo que me contó una madre de familia como yo, que también va a todas partes corriendo. Al terminar el Camino de Santiago se acercó a confesar con un sacerdote, y él, después de escuchar todos sus miedos y preocupaciones le dijo: No te agobies tanto. Déjale hacer algo a Dios.
Esta tarde todo se ha parado. Hasta mi agenda repleta, tan interesante, me parece un simple cuaderno usado.
La sorprendente Gracia, desde muy adentro, me recuerda que estoy en las manos de Dios.
Confío.
Es curioso. Ahora Jessye Norman canta otro clásico del góspel: Él tiene el mundo entero en sus manos.
El sábado pasado he conocido a un héroe. A lo mejor puede parecer un héroe pequeñito, al lado de los ingenieros de Fukushima, pero yo creo que no es más pequeño ni más grande. Cada héroe está en una circunstancia diferente, y ofrece el máximo de sí mismo de acuerdo con lo que esta requiera.
Colaboro desde hace muchos años con la ONG Delwende, que sostiene económicamente los proyectos que las Hermanas de la Consolación desarrollan en África, Asia y Latinoamérica. ¡Uf, cuánto me ha costado escribir “hermanas” y no “heroínas”! Porque las voluntarias de la ONG estamos aquí buscando financiación, pero las religiosas se van a contraer la malaria, a dar la vida por sus amigos en la primera línea del hambre y la pobreza.
Pues bien, el sábado estábamos desarrollando una actividad para obtener algunos fondos y se me acercó un hombre joven. Me saludó muy cordial y me dijo: “Mira, Carmen, yo soy socio de la ONG desde hace algún tiempo. Me hice socio aportando diez euros al año porque no podía dar más. ¡Pero hoy sí puedo! ¡Toma!”Y me dio un sobre que tenía dentro muchísimo dinero. Tanto que el resultado del día fue cien veces mejor de lo que habíamos esperado. Me impresionó mucho esta generosidad. En seguida me di cuenta de que este buen hombre era también, a su manera y en su momento, un héroe. Porque quien es capaz de pensar en una ONG cuando le cambia la fortuna, en vez de pensar en gastar el dinero o guardarlo, es capaz de hacer muchas otras cosas también si llega el caso. Por eso no estaría de más que fuésemos reconociendo aquí a nuestros héroes cotidianos, jóvenes y viejos, hombres y mujeres que también transforman la realidad. Son todos aquellos que hacen realidad la vieja máxima kantiana sobre la ética: Deber es poder.
Todos recordamos aún el terremoto y el tsunami de Japón. Seguro que, entre las miles de noticias e imágenes de impacto que se sucedieron sobre la catástrofe, les impresionaría tanto como a mí ese equipo de ingenieros que entró en la zona cero de la central de Fukushima, para evitar la fusión nuclear y así salvar a la población que estaba en el entorno. Los ingenieros de Fukushima fueron conscientes en todo momento de que la contaminación radiactiva que iban a recibir era mortal. Todos se presentaron voluntarios.
Algunos medios de comunicación compararon a estos héroes con los pilotos kamikazes que, durante la Segunda Guerra Mundial, se inmolaban con su avión para hundir a los barcos aliados. Yo creo que la comparación es injusta. Los ingenieros de Fukushima no eran guerreros, no querían morir matando. ¡No creo que quisieran morir! Serían padres de familia, esposos, hijos, hermanos. Tendrían seres queridos de los que se despedirían con dolor, como dijeron adiós a sus planes de futuro y sus sueños. Entraron en la central ignorando si podrían solucionar la fuga radiactiva; su única certeza era que el intento sería lo último que harían en la vida.
Los ingenieros de Fukushima nos han hecho a todos una declaración solemne de amor. ¿O es que no es amor ese heroísmo? No hay mayor amor que el de quien da la vida por sus amigos, por sus paisanos, por los hijos de su gente y por los hijos de sus hijos.
Hay mucho amor en el mundo, hay muchos héroes. Ellos son los que hacen avanzar la historia, aunque los libros se detengan más en contarnos las guerras, y los telediarios estén siempre fascinados por los tiranos y los ladrones.
Espero que quede en la memoria de toda la humanidad el heroísmo de los ingenieros de Fukushima. Desde el fondo de mi corazón doy las gracias por el sacrificio de estos hombres santos, por la gran lección, por la luz brillante de esperanza que supieron encender para todos los seres humanos de este planeta doliente.
Recuerdo un poema de Borges que empieza con este verso:
¡Es el amor! Tendré que esconderme o huir.
El amor es enorme y cambia la vida. No es difícil comprender el miedo que le tiene Borges, como se lo tienen tantas otras personas. Pero lo mejor es que no se puede explicar ni definir. Siempre que decimos “es el amor”, nos queda la frase un poco falsa y grandilocuente, porque el amor es como el cielo nocturno, siempre más grande que nuestra percepción de él, más complejo que nuestra definición, más rico que nuestras metáforas. Por eso hay tantísimas manifestaciones diferentes de la relación entre los seres humanos que pueden decir de sí mismas: yo soy el amor.
Y una de las más bellas, en mi opinión, es la consciencia de la presencia del otro. Se da cuando sabes que una persona existe y está, aunque no la veas; cuando, de alguna manera, las cosas que te suceden se desarrollan en su presencia porque, en silencio, se las cuentas.
Me gusta mucho el ballet. Me parece que la danza, cuando alcanza el grado de arte, sublima el cuerpo humano de tal manera que dejamos de verlo para presenciar el alma. El cuerpo de un gran bailarín en escena es alma pura.
Confieso que soy fan de Margot Fonteyn y Rudolf Nureyev - la mítica pareja de bailarines de mediados del siglo XX - y que colecciono los videos de sus actuaciones que me regala You Tube. Pues bien, siempre se ha especulado sobre si ellos, que fueron pareja artística durante muchos años, estuvieron alguna vez enamorados. Hace poco he leído una declaración de alguien que fue amigo de ambos. Esta persona, preguntada por la relación que unía a los dos bailarines, contestó: No fueron amantes, pero siempre eran conscientes el uno del otro. Aunque estuvieran en una sala llena de gente, Rudolf y Margot se veían, se percibían, se escuchaban. Ellos dos sabían que existían.
Sabían que existían. ¡Cómo no va a ser esto el amor!
El profesor Mariano Martín Alcázar me ha enviado este texto de Bessiere:
Hay seres que «existen» para nosotros.
Están entre los testigos interiores que nos acompañan, que nos dan fuerza y luz para vivir.
Tal recuerdo, tal imagen de hombre o de mujer, me ayuda a vivir, desde hace años.
Necesito saber que esa sonrisa, ese humor, esa mirada, siguen vivos aunque queden lejos en el espacio y en el tiempo.
Si me enterara que se han apagado, el mundo y mi vida quedarían empañados y empobrecidos.
Quizá ellos también necesiten reconocerme y saber que seré siempre su hermano.
Qué bella me parece la expresión: nuestros testigos interiores. Pues sí, existen y son para nosotros una forma del amor.
La respuesta me la trae Lituania. Estaba buscando un poema para enviar a mi amigo como despedida ante su aventura y encontré estos versos del poeta lituano Milosz:
Hazme caso.
Tiéndete bajo un árbol
bien nutrido con barbas de musgo.
O bajo cualquier árbol.
Tiéndete sin música ni pensamiento.
Sueña en el vacío
de la malgastada nostalgia.
Y sonríe sin rencor
a lo que te ha abandonado.
Ya está. Se perdona abrazando al tiempo y convirtiéndolo en compañero de un viaje interior en el que abramos de par en par todas nuestras puertas con esa llave maestra que es la voluntad de vivir; se perdona con un esfuerzo constante y diario para no malgastarse en la nostalgia; se perdona con trabajo y entrega a los demás, mirando para adelante; se perdona con esperanza, esto es esperando con paciencia la manifestación de nuestra capacidad para la renovación.
Una persona puede sufrir durante muchos años el dolor de una herida causada por quien hubiera debido amarle bien, pero siempre llegará el día en que pueda sonreír sin rencor a lo que le ha abandonado. Porque esa primavera del perdón es tan cierta como la que llega cada año al hielo de Lituania, aunque al principio del invierno esté igual de escondida.
Me gustaría decirle a quien se siente ahora hundido en la nieve hasta la cintura, que el perdón profundo llegará una mañana sin previo aviso, brotando de la propia esencia. Y quien sufre hoy un dolor inefable podrá tumbarse sonriendo al sol de la vida, bajo el árbol pleno de su propia historia, lleno de musgo por tantos inviernos pasados, pero lleno de hojas verdes y de frutos también.