Un blog para pensar sobre los valores en la vida cotidiana.

Amarás al prójimo como a ti mismo. (Mt,12,31)

Para que marche bien el engranaje de nuestra compleja maquinaria, hace falta una caja de herramientas en la que se encuentran los valores. Entre ellos hay grandes conceptos, esenciales en la condición humana: la libertad, la justicia, la fortaleza, la templanza, la prudencia. Ahí están vigentes desde hace milenios y no creo que el ser humano haya pensado nunca en nada mejor.
Pero hay también valores escondidos. Como valor es todo aquello que se valora, y hoy apreciamos muchas actitudes absurdas, puede ser bonito desentelarañar esos valores pequeños que miran hacia la trascendencia y dan sentido a la vida.
Sobre algunos de ellos quiero reflexionar en este blog porque son ellos los que estarán iluminados desde mi interior el día que me quiera. Y tengo que amar al prójimo como a mí mismo.

lunes, 20 de febrero de 2012

VIAJE AL CENTRO DE LA TIERRA



Nuestro tiempo es incansable en hacer que cada mínima cosa lo signifique todo. Valga este diagnóstico de Sören Kierkegaard sobre la sociedad europea de 1844 como predicción de la nuestra.

A diario nos machacan miles de cosas mínimas desde los titulares de los periódicos y las cabeceras de los telediarios. Y cuando las vemos ahí colocadas es difícil darse cuenta de que no significan nada. Hay tantas ocasiones en que otorgamos protagonismo a situaciones absurdas que podríamos llamar a mucha de la información que recibimos sobre lo que pasa en el mundo “el maximalismo de lo mínimo”.  Es un libertinaje informativo que se ha disfrazado como libertad de expresión y no tiene nada que ver con ella. Nos hace mucho daño pero, bueno, ahí está cada día, impertérrito, consciente de que toleramos su presencia.

Para mí una de las peores manifestaciones de esta tendencia es la difusión impúdica de la intimidad, que se produce unas veces de manera voluntaria – pagada incluso-  y en otras sin conocimiento ni autorización de la persona a la que se va a poner en una picota.

Estoy segura de que recuerdan la noticia de un famoso diseñador de moda,  un semidiós contemporáneo, que el año pasado fue condenado a prisión y despedido fulminantemente de la gran firma para la que trabajaba porque, bebido y solo en un bar, hizo una declaración filonazi e insultó gravemente a unas personas que estaban allí, las mismas que lo filmaron con su cámara de móvil. Su imagen de alcohólico solitario que dice burradas, repetida millones de veces en las pantallas de todo el mundo, lo condenó al ostracismo en esta sociedad hipócrita que rellena las arcas con los impuestos del alcohol y margina a los borrachos.

A mí me impresionó profundamente esta historia. No porque me parecieran justas las declaraciones de aquel diseñador, que eran vergonzosas, sino por la agresión brutal a la intimidad que suponen esas filmaciones de cámara oculta. Mucho más grave que un exabrupto verbal, por repugnante que sea, me parece la posibilidad – aplaudida y jaleada- de que cualquier desconocido, con un teléfono móvil, pueda convertirte en protagonista del noticiario porque te caíste en una boda, porque estornudaste en un concierto o porque eres un pobre hombre – famoso y millonario- que tiene que ir al bar de su barrio a beber hasta perder la conciencia de sí mismo. Los propios gobernantes animan hoy a la delación, a la filmación del vecino. Es como si nos hubiéramos dado la vuelta y lleváramos las entrañas al aire y la piel por dentro, sin sitio para el decoro, ni para el respeto, ni para la vergüenza.

Kierkegaard lo explica mucho mejor que yo: Un arroyo que corre suena graciosamente, pero una suma de criaturas racionales que se convierte en un murmullo sin fin y sin sentido es algo cómico.

Me da mucho miedo que nos estemos convirtiendo en un murmullo sin fin y sin sentido, frívolo y chismoso, cómico a fuerza de no querer reconocer lo trágico de esta situación.

¿Qué significa hoy lo privado? ¿Qué es la intimidad? Pues es nuestro paisaje interior, el territorio nunca completamente explorado en el que tienen lugar las mejores creaciones y funciones de lo humano: el amor, la amistad, nuestro cuerpo y sus requerimientos, la imaginación y la apertura a lo moral y a lo sagrado.

En ese lugar privado de cada una de nuestras vidas está el trono de la libertad.  La libertad verdadera, claro, que no es la de hacer lo que a uno le dé la gana sino la de darse cuenta de que somos libres y tenemos que pasar toda la vida tomando decisiones. Ahí está el gran error de la sociedad contemporánea: no es más libre el vocero de su intimidad y de la de los otros sino, por el contrario, quien más las preserva. La libertad de expresión no estriba en contarlo todo sino en ser dueño de lo que uno cuenta. Y por supuesto no es mejor ciudadano el que va, móvil en ristre, buscando infractores de los usos sociales, sino quien relaciona su propia libertad con el respeto profundo y la compasión por los demás. 

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