Todos recordamos aún el terremoto y el tsunami de Japón. Seguro que, entre las miles de noticias e imágenes de impacto que se sucedieron sobre la catástrofe, les impresionaría tanto como a mí ese equipo de ingenieros que entró en la zona cero de la central de Fukushima, para evitar la fusión nuclear y así salvar a la población que estaba en el entorno. Los ingenieros de Fukushima fueron conscientes en todo momento de que la contaminación radiactiva que iban a recibir era mortal. Todos se presentaron voluntarios.
Algunos medios de comunicación compararon a estos héroes con los pilotos kamikazes que, durante la Segunda Guerra Mundial, se inmolaban con su avión para hundir a los barcos aliados. Yo creo que la comparación es injusta. Los ingenieros de Fukushima no eran guerreros, no querían morir matando. ¡No creo que quisieran morir! Serían padres de familia, esposos, hijos, hermanos. Tendrían seres queridos de los que se despedirían con dolor, como dijeron adiós a sus planes de futuro y sus sueños. Entraron en la central ignorando si podrían solucionar la fuga radiactiva; su única certeza era que el intento sería lo último que harían en la vida.
Los ingenieros de Fukushima nos han hecho a todos una declaración solemne de amor. ¿O es que no es amor ese heroísmo? No hay mayor amor que el de quien da la vida por sus amigos, por sus paisanos, por los hijos de su gente y por los hijos de sus hijos.
Hay mucho amor en el mundo, hay muchos héroes. Ellos son los que hacen avanzar la historia, aunque los libros se detengan más en contarnos las guerras, y los telediarios estén siempre fascinados por los tiranos y los ladrones.
Espero que quede en la memoria de toda la humanidad el heroísmo de los ingenieros de Fukushima. Desde el fondo de mi corazón doy las gracias por el sacrificio de estos hombres santos, por la gran lección, por la luz brillante de esperanza que supieron encender para todos los seres humanos de este planeta doliente.
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