Vivimos rodeados de las pequeñas cosas cotidianas, de las herramientas corrientes, esos objetos que todos usamos a diario y en los que no nos fijamos porque cumplen tan perfectamente la función para la que fueron diseñados que se han hecho invisibles. Sin embargo ellas son las mejores manifestaciones de la dignidad y la capacidad de la especie humana, e incluso sirven como motor de confianza en la pervivencia de la humanidad. Y esto es así porque están hechas por la gente corriente, por artesanos anónimos y no por los grandes inventores cuyos hallazgos les han permitido pasar a la Historia.
¿Cómo eran los hombres que fabricaron por primera vez una cuchara, un lapicero, un pincel, un picaporte, una llave, un dado, un biberón o unas tijeras? ¿Y los que encuadernaron por primera vez un libro, que se coge con la mano y contiene el mundo entero? ¿Y quienes inventaron las cerillas o los globos de colores? ¡Son inmejorables! He leído que hay pocos prodigios de la invención humana similares a una escalera, porque es una forma que no existe en la naturaleza sino que brota de la esencia creativa del hombre.
La vida está llena de estos pequeños utensilios que empleamos a diario sin darles valor alguno, como si fueran naturales. Pero son muestras de la capacidad del ser humano para resolver problemas complejos, manifestaciones de la inteligencia verdadera, que no es la acumulación de conocimientos - hoy los tiene un ordenador - sino la intuición.
Cuando parece que nos vamos a sumergir en una crisis irrecuperable y solamente se nos ocurren presagios oscuros con respecto a nuestro futuro, a lo mejor merece la pena volver a agradecer a quienes nos precedieron su capacidad de hacer cosas pequeñas.
Me gustaría valorarlas más, acariciarlas, mirarlas, agradecer su disponibilidad para mejorar mi vida y la de todos. Y a lo mejor ser capaz de llegar, desde ellas, a una visión más auténtica de las relaciones humanas, de la distribución del tiempo.
Estoy hablando de vivir más despacio, pararse para admirar el brillo del filo de unas tijeras, para acariciar una mesa de madera pulida, para saborear un tomate. Y de paso, por qué no, pararse para pensar, para mirar a los ojos de la pareja, para educar a un niño…
Hace años, uno de mis hijos, aún pequeño, me dijo: mamá, ¿por qué tú nunca paseas? Yo me quedé asombrada: ¡Pero si voy andando a todas partes, hijo!
Sí - me contestó muy reflexivo - vas a los sitios, siempre estás yendo a sitios pero, ¿cuándo paseas?
¿Cuándo paseamos?
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